Estaba una noche de tantas con un grupo de amigos brindando y como en fútbol no existe desacuerdo alguno, debatíamos –que no peleábamos– sobre política. Sentados en taburetes rodeando un barril de cerveza iríamos ya por la segunda ronda y tratábamos de arreglar el maltrecho estado del país.
A mi izquierda, una amiga en realidad muy de derechas. A mi derecha, un amigo que se peina a lo Ciudadanos, pero del que sabemos de buen tinto que vota al PSOE, como su legítima esposa. Más que por la importancia que tengan para ella las defensas de los derechos de los trabajadores, porque Pedro Sánchez le pone mucho. Mucho. Y yo que empatizo, pero no tanto, estoy convencida de que lejos de ser un caso aislado, hay un elevado porcentaje de ‘voto Ken’, de quienes se la trae flojísima su discurso, pero suspiran al ver cómo le queda el traje subido a un falcon desde la pantalla del televisor.
Así, este buen amigo –y mejor marido– vota lo que le mandan. Puede sonar poco creíble, pero ya se sabe que ni los que llevan bebidas dos pintas ni los leggins mienten y, de estos últimos, tampoco pondría la mano en el fuego. La mujer le coacciona de diferentes e ingeniosas formas. La más ruin y eficaz de todas: le amenaza con dejarle sin sexo y cualquiera que lleve muchos años casado sabrá que los partidos van y vienen, que los políticos cuando alcanzan el poder, al final se parecen, pero que el mayor índice de bienestar del ciudadano de a pie empieza por tener a la media naranja contenta.
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