Paseaba por la Plaza Szabadság, en Budapest, como podría haber paseado por cualquiera. Me senté en un banco y observé que en otro banco delante de mí había una anciana, sola, inmóvil. Al principio no le di importancia, pero para cuando mis pies se habían repuesto de caminar, sí me llamó la atención ver que no había cambiado la postura. Me acerqué temiendo lo peor al verla con la cabeza inclinada hacia atrás, pero no. Cruzaba su rostro una larga y franca sonrisa. Había logrado la posición exacta en que los árboles repartían la brisa y todo el sol de Hungría se concentraba en su cara. Era feliz. Estaba sola, pero era feliz. Y supongo que me imaginé cuánto me gustaría ser ella cuando me alcance la vida.
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