No sé silbar. Por supuesto, crecí en los 80 así que me sé la teoría al dedillo: «Pon la boca así como si fueras a beber, ve soplando el aire poco a poco y a la vez, sale tu silbido y ya no hay nada que temer». Pero, tras décadas intentándolo, hago un mínimo sonido, absolutamente imperceptible desde fuera de mi habitación y, como intente aumentarlo, aunque sea un decibelio, lo que sale no es silbido, sino babas, babas por doquier. Así que permitidme la licencia de que, en caso de peligro, siga tirando de marcar el 112.
Y esta es la explicación de por qué hoy podría sumarse a los muchos días en que no tengo absolutamente nada que celebrar, porque, por cierto, hoy 27 de julio es el ‘Día Mundial del silbido’. Pues sí, de todo hay en la viña del Señor, cómo no iba a haber un día dedicado al silbido si hasta hay un Campeonato Mundial del Silbido. Ni de recogepelotas me dejarían participar en tan magno acontecimiento.
Pues silbar no, pero como lo que sí se me da, pero que muy bien, es darle vueltas a las cosas, mi cabecita empezó a volar esta mañana hasta aquellos silbidos de antaño que significaban ‘¡Guapa!’ y que ahora son una especie extinta. Cayeron como daño colateral en aquello de reprimir los improperios callejeros, ya que se confundían los límites de un buen piropo a un «¡Te comería con ropa y todo, aunque estuviera una semana cagando trapos!», que te gritaban aunque tuvieras quince años.
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