Crecimos con las noticias de atentados desde la pantalla del televisor. A medida que se fueron multiplicando los canales, lo hacía el déjà vu de bombas, funerales y capillas ardientes, que hacían de ETA una parte inevitable de la vida. Qué paradoja, cuando solo aparecían para arrancarla.
Pero, aunque todos los crímenes duelen, vivir en Ibiza me mantenía en la sensación de que ‘aquello’ pasaba siempre fuera, del otro lado del televisor. No fue hasta el último crimen cometido en España, hace ahora diez años, cuando pude sentir la onda expansiva. Aquel 30 de julio de 2009 estaba en Mallorca. Venía de un hotel en Calvià donde estaba preparando un evento y me dirigía al Real Club Náutico de Palma, donde ya estaba todo listo para la 28 Edición de la Copa del Rey de Vela en la que también trabajaba. Entonces nos sacudió a todos la noticia de un atentado de ETA con víctimas mortales. Había quedado con un miembro de la tripulación de la CAM en la que navegaba el, por aquel entonces Príncipe Felipe y, con la isla entera convertida en caos, cambiamos nuestro encuentro a una gasolinera, precisamente cercana al Palacio de Marivent.
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