Cuando estoy en Madrid voy a un gimnasio en la calle Montera. A nada que preguntéis a cualquier lugareño os dirá sin dudar: «¿Montera? La calle de las putas». Y no «La de la policía municipal». Aunque también está en el número 16 la oficina Centro Sur, y qué queréis que os diga, yo casi prefiero que haya lo otro, mientras hay tanto, tanto de lo uno. Antes de ir al gimnasio cruzaba con frecuencia la calle, en pleno centro de Madrid, pero siempre de pasada y, ya sabéis: hay una enorme diferencia entre ver y querer ver. Así que podría haberos descrito mujeres en corrillos: africanas más cerca de Sol, y del este en el lado de Gran Vía, pero poco más. Mujeres en alquiler, como en tantos sitios. Aquí repartidas entre escaparates de franquicias y terrazas de bares. Al igual que las veteranas muestran pechos vencidos por la gravedad bajo blusas transparentes en Ballesta y algún transexual deslucido aborda a los clientes en la, muy bien elegido el nombre, calle Desengaño.
Pero ahora, mis intermitentes rutinas de mantener el físico me han dado para conocer las rutinas de mis otras compañeras de calle y puedo hablaros de sus horarios: siempre. Están siempre.
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