Un final típico de las películas –las que no acaban con besos, quiero decir- incluye la escena de alguien a punto de morir y, otro -el que le ha disparado, por ejemplo–, le pregunta con voz grave: «¿Por qué lo hiciste, Johnny?». Y Johnny, en las últimas, pero lo explica. Ya después, su cabeza cae hacia un lado, sus ojos se cierran y un hilo de sangre baja por la comisura del villano -pero honesto- dibujando su punto y final.
A saber si por eso, por la infinidad de películas que llevo en el cuerpo, me cuesta tanto no conocer la verdad de otros desenlaces. Las largas sentencias que seguimos en televisión -Twitter se llena de abogados penalistas, árbitros de fútbol y expertos en pandemias, según la necesidad del momento- acaban siempre con las mismas dos versiones del principio: Se declara culpable y condena a fulanito que insiste en que él no fue, él no lo dijo y los motivos del crimen, el paradero del cuerpo o dónde está oculto a plazo fijo el botín, nunca los confiesa. Nunca nunca sabemos la verdad.
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