Eran otros tiempos. Los Reyes Magos eran los Reyes Magos y no competían con nadie más. ¡Por supuesto que existía Papá Noel! Que lo veíamos en las películas en blanco y negro de la 1 que no era «la 1» sino «la tele» porque no había, tampoco en esto, nada más. Pero lo de Papá Noel parecía un cuento como todo en aquellas películas de mujeres peinadas con tirabuzones rubios y niños que desayunaban cuencos de cereales en lugar de galletas o pan con cosas, qué barbaridad.
Eran otros tiempos. Los Reyes Magos eran los Reyes Magos y les habíamos escrito con antelación suficiente, y nuestra mejor letra, y dibujos al final, una carta, en la que en riguroso orden argumentábamos por qué habíamos sido buenos niños y en que, quizá, solo regulares, pero prometíamos enmendar. Después, siempre siempre, pedíamos paz en el mundo, que ningún niño pasara hambre, que ninguno muriera por enfermedad, que los abuelos fueran eternos y ya, después, un regalo ¡uno! Al principio, un poni, que por mucho que tu madre se empeñara en convencerte de que no te lo iban a traer, que no cabía y daba mucho trabajo, tú sabías que la magia es la magia y que vaya que cabía, y que de verdad que lo cuidarías tú.
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