Contaba Christian Handersen que la sirenita anhelaba tanto vivir fuera del mar que vendió lo más preciado que tenía: su voz, a cambio de un par de piernas. Tardé lo que se tarda en llegar a tierra firme para comprobar que, a nosotros, los de las islas, nos sucede justo al contrario: estamos a ‘esto’ de vender cualquier cosa por tener branquias.
Que nadie se equivoque, soy feliz, muy feliz donde quiera que echo raíces ¡pero soy de Ibiza! Y eso se nota -lo he comprobado- en el gesto, en la postura y especialmente, en esa necesidad de mar difícil de comprender para quien no ha nacido rodeado de azules. «Qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo» cantaba Serrat delatando -y nosotros le entendemos- su «alma de marinero».
Así que, llego por unos días, a veces literalmente escapando del asfalto, y amerizo –mucho más que aterrizar– y quienes me conocen me llevan con la urgencia que mi cuerpo requiere, cuanto menos, a tomar algo frente al mar. Como si fuera una de esas ballenas varadas en la orilla que catorce locos se empeñan en voltear para devolverla a su elemento antes de que muera de secano.
Seguir leyendo en Diario de Ibiza